El Silencio Huyó
No encuentro un mínimo sentido a lo que viví, pero estas páginas que ahora escribo a la luz trémula de una vela son el último y más honesto intento de dárselo. Son mi confesión y, quizás, mi única lápida.
Vamos desglosando este sinsentido.
Por suerte, o por desgracia, mis padres me enviaron a la escuela primaria. Éramos una familia de recursos escasos, de manos encallecidas y platos que no siempre rebosaban, pero insistieron en que recibiera una buena educación. Para aquel niño que yo era, un ser que no hablaba con nadie, apartado en un mundo interior que solo él conocía, la escuela fue un exilio. Mi patria era un reino sin gente, un vasto imperio de quietud donde yo era el único soberano. El silencio no era vacío, era mi compañero; la nada no era ausencia, era plenitud. Por eso, mis primeros días entre el bullicio y las miradas ajenas fueron un ejercicio de terror puro.
Sin embargo, el ser humano es una criatura maleable. La compañía forzada de algunos niños limó mis aristas más hoscas, formó una versión de mí que podía sonreír y responder, una máscara que llamé identidad. Me dio una valentía prestada para enfrentar la vida. Aprendí, como todos, de manera empírica, llenándome de conocimiento sobre mi entorno. La primaria se convirtió en un taller para pulir mis casi inexistentes habilidades sociales, pero fue allí, entre los muros desconchados y el eco de la campana, donde noté por primera vez que una tragedia invisible me acechaba, como un depredador que estudia a su presa desde la lejanía.
Nuestra escuela moría lentamente. Teníamos una sola maestra para todos los grados superiores. El presupuesto, nos decían, no alcanzaba para más. Con el tiempo, los padres más prudentes o con más posibilidades buscaron otras opciones para sus hijos, y los salones se fueron vaciando como si una plaga silenciosa los barriera. Lo que antes eran dos grupos se volvió uno solo, un aula abigarrada donde convivíamos niños de tercero a sexto grado. En mi último año, apenas tres almas nos graduamos. No sentí nostalgia alguna, ni la más mínima punzada de melancolía al dejar atrás aquel edificio donde pasé seis años. Mis dos compañeros eran para mí poco más que rostros familiares, espectros con los que había compartido un espacio moribundo.
Lo que sí me pareció peculiar, o más bien profundamente inquietante, fue el silencio que había conquistado la escuela. No era mi silencio, el silencio fértil de mi niñez. Era un silencio estéril, un silencio de cementerio. Con los años, toda clase de sonido vital se había desvanecido: las risas estruendosas, las carcajadas contagiosas, los llantos desconsolados, los gritos de euforia. No quedaba más que el zumbido del viento en los marcos de las ventanas y el eco metálico del micrófono durante la ceremonia final.
Era una construcción enorme, desproporcionada para su menguante población. Un patio capaz de albergar un regimiento, salones amplios como catedrales vacías y unos baños que, con su perpetua penumbra y olor a humedad, inspiraban un pavor casi religioso. Allí, los pocos que quedábamos, jugábamos. Las niñas, con sus muñecas y secretos. Nosotros, los niños, a fútbol con cualquier cosa redonda que encontráramos. Pero nuestro juego predilecto era policías y ladrones. A mí me fascinaba ser el ladrón. La adrenalina de la fuga, la sensación de ser inalcanzable me hacía sentir poderoso. Me encantaba escurrirme entre mis perseguidores, sentir el roce fugaz de sus dedos en mi ropa mientras yo me desvanecía, libre.
Mi desgracia, la grieta por la que se coló el infierno en mi vida, comenzó en uno de esos juegos.
Escapé, como siempre, y me refugié en una zona olvidada de la escuela: un jardín semioculto que conectaba con el cuarto del conserje. La arquitectura de ese rincón era un delirio, una pesadilla de escalones y desniveles que descendían hacia lo desconocido. Como las terrazas de un templo blasfemo, el lugar se hundía por niveles. El primero, la oficina del director. Abajo, tras una barda que cualquier niño podía saltar, el jardín: un rectángulo de tierra yerma con tres árboles de ramas retorcidas como dedos artríticos. Al fondo, la puerta del cuarto de conserjería, siempre cerrada. El último nivel era un precipicio delimitado por una malla ciclónica oxidada, desde donde se veían más salones, hundidos en la tierra como una ciudad sepultada. Se sentía como descender a las entrañas de algo que la propia escuela intentaba olvidar.
En el corazón de aquel laberinto escalonado, el viento aullaba con una fuerza antinatural. Los tres árboles, sin importar la estación, desprendían una llovizna perpetua de hojas secas que cubrían el suelo como una alfombra de piel muerta. Era un lugar abandonado a su propia descomposición.
Esa tarde, agazapado tras uno de los troncos, una ventisca repentina y anómala se arremolinó en el centro del jardín. No fue un simple torbellino; fue una furia ciega que levantó el polvo de décadas, fragmentos de papel y hojas podridas. El aire no solo silbó, sino que crujió con voces que no eran humanas, susurros guturales que se enlazaban en una lengua antigua y enferma, penetrando mis oídos hasta helar la médula de mis huesos. Un frío que no era de este mundo, un frío de tumba me atravesó la ropa. Y entonces lo sentí. Algo peor que el miedo. Era la certeza absoluta, innegable, de ser observado. Una conciencia densa, pesada como el plomo, sin ojos para verme pero que me taladraba la nuca, sin cuerpo para tocarme pero que se posaba detrás de mí, rozando mi hombro. Era un niño. No comprendía la naturaleza de aquello, pero mi instinto animal sí. Y me rendí.
Cuando el remolino se disipó, la presencia no se fue. Se quedó. En la ceremonia de graduación, bajo un sol radiante que para mí era gris, lo supe con una claridad aterradora: no me había visto, me había elegido. Se había adherido a mí.
Aquella cosa, ese parásito invisible nacido del polvo y los susurros, no me abandonó. Se convirtió en mi segunda sombra, una que no necesitaba luz para proyectarse. Mi adolescencia fue un lento descenso a la locura. El silencio de mi interior, mi santuario, fue profanado. Ya no era un refugio, sino una cámara de eco para el zumbido de baja frecuencia que vibraba constantemente detrás de mis ojos. Era el murmullo de mi compañero indeseado, el eco de su existencia anclada a la mía.
La secundaria fue un infierno de cacofonía. Los pasillos atestados, las aulas rebosantes de gritos, el estrépito de una juventud que me resultaba grotesca. Cada sonido era una aguja en mi cerebro. Intenté, con la desesperación de un náufrago, ser normal. Incluso me enamoré, o creí hacerlo. Se llamaba Valeria. Tenía los ojos del color de la miel y por un fugaz y bendito instante, su sonrisa pareció ahuyentar las sombras. Pero la cercanía era insoportable. Cuando estaba con ella, sentía a la presencia intensificarse, celosa, posesiva. El frío se apoderaba de mi nuca. Una vez, mientras la miraba a los ojos, no vi mi reflejo, sino una distorsión, una silueta alargada y famélica que se erguía sobre mi hombro, sonriéndome desde el fondo de sus pupilas. Empecé a decirle cosas crueles, a sabotear cada momento de ternura con una hostilidad que no nacía de mí, sino que se filtraba a través de mí. La vi llorar, y mientras una parte de mi alma se hacía pedazos, otra parte, la que ya no era mía, sintió una satisfacción gélida y triunfante.
Con el tiempo, dejé de luchar. El mundo se volvió una obra de teatro absurda. Mi única realidad era la entidad. Empecé a comprenderla. No con palabras, sino con impulsos, con imágenes que florecían en mi mente como hongos venenosos. Me enseñó su doctrina: la humanidad era una fiebre, una enfermedad de ruido sobre la faz silenciosa del cosmos. La vida, un grito caótico y sin sentido. Las personas no eran más que ruido, una cacofonía que perturbaba la gran quietud del universo, la única verdad, la única pureza. La voz en mi cabeza se tornó clara, persuasiva. Me prometió la paz. Un silencio absoluto, definitivo. Un silencio primordial. Y yo, desesperado, le creí.
El último día fue un domingo de fiesta en el pueblo. La plaza principal hervía. La música de la banda, los gritos de los niños, las plegarias, el murmullo de miles de conversaciones. Era una sinfonía demencial. Me detuve en el centro de aquella marea humana y sentí que me ahogaba. El zumbido en mi cabeza se convirtió en un grito ensordecedor. La presencia me envolvió, se fundió conmigo. Y por primera vez en años, sentí una calma perfecta, una lucidez glacial. Comprendí mi propósito. Era tan simple. Para restaurar el orden, para alcanzar la verdadera quietud, solo había que detener la fuente del estruendo.
No recuerdo los detalles de lo que siguió. Solo la sensación de un propósito divino. Y luego, el cese. La gran quietud descendió sobre la plaza.
Huí. No sé cómo ni por cuánto tiempo. Solo sé que caminé, herido y sangrando, hasta que mis piernas cedieron y me desplomé en un camino de tierra.
Desperté aquí, en esta humilde choza. Una anciana de rostro surcado por arrugas amables me encontró. Limpió mis heridas, me dio una sopa caliente que me supo a gloria y me ofreció este catre sin hacer una sola pregunta. Lleva días cuidándome, moviéndose por la casa con una parsimonia que es casi sagrada. En su presencia, en el silencio de esta cabaña alejada de todo, he encontrado un eco de la paz que perdí hace tanto tiempo.
Pero sé que es una ilusión. Anoche, mientras ella dormía, sentí el frío en mi nuca. La vi a través de la puerta entreabierta, su pecho subiendo y bajando al compás de una respiración tranquila. Y la sentí. La presencia a mi lado, observándola también. Con interés. Con hambre.
No puedo permitirlo. No traeré mi plaga a este último refugio de bondad. La anciana me ha dado papel y un trozo de lápiz. He escrito toda la noche. Es lo único que puedo dejarle, aunque sé que no lo entenderá.
Mi acto en la plaza fue el de un monstruo, pero este último acto, aunque cobarde, no es egoísta. Es la única forma de protegerla. Es la única manera de matar al parásito que llevo dentro. Afuera, la soga que encontré en el cobertizo cuelga de una viga fuerte. La vela se consume. Pronto amanecerá. Le regalaré a ella el silencio que a mí me fue robado para siempre, el silencio que yo mismo aniquilé.
Y así, el silencio huyó.